lunes, 30 de noviembre de 2009

Discurso


DISCURSO PARA
LA SOLEMNIDAD DE LA RECEPCIÓN

DE LAS RELIQUIAS DE SAN EMILIANO,
OBISPO DE NANTES


Pronunciado el
8 de noviembre de 1859



Cum oratis, dicite:
Pater sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum.

Cuando recéis, decid:
Padre, santificado sea Tu Nombre,
venga a nosotros Tu Reino (San Lucas, XI: 2).


Nunca el divino fundador del cristianismo ha revelado mejor a la tierra lo que debe ser un cristiano, sino cuando enseñó a sus discípulos la forma en que debían rezar.

En efecto, siendo la oración como la respiración religiosa del alma, es en la fórmula elemental que dio Jesucristo donde es necesario buscar todo el programa y todo el espíritu del cristianismo.

Escuchemos pues la lección textual del Señor.

Recité al comienzo el texto más sucinto de San Lucas. Lo diré ahora según San Mateo, tal como los niños lo balbucean y todos los cristianos lo repiten desde hace casi dos mil de años.

Rogaréis, pues, así, dice Jesucristo: Padre Nuestro, que estás en los cielos, santificado sea Tu Nombre, venga a nosotros Tu Reino, hágase Tu Voluntad así en la tierra como en cielo.

La comprensión de mi tema no exige que añada el resto.

Ya comprendéis a qué altura de pensamientos, sentimientos, deseos, se encuentra inmediatamente puesto el cristiano que se expresa de este modo.

Que sea grande o pequeño, docto o ignorante, sacerdote o laico, que ruegue en público o en privado, eso no importa; el Evangelio supone incluso que está solo en su habitación, la puerta cerrada.

Ahora bien, a penas abre la boca, identificándose con toda la gran familia humana, y lanzándose hacia el Padre común de todos, que está en los cielos, este débil mortal, en el transporte y casi en el delirio de su desinterés, se olvida y se despreocupa de sí mismo, él que necesita de todo, para pensar solamente en el Ser necesario y que no necesita de nada ni de nadie.

Antes que nada, su triple preocupación es la glorificación del Nombre de Dios sobre la tierra, es el establecimiento del Reino de Dios sobre la tierra, es la realización de la Voluntad de Dios sobre la tierra.

Y estas tres aspiraciones, que pueden resumirse en una sola, no están sin orden y sin gradación.

Existen aquí superioridades que sólo tienen la excelencia del nombre y de la prioridad del rango.

Hay otras que adjuntan a la dignidad el poder, pero que no tienen el ejercicio, que reinan y no gobiernan.

Finalmente existen las que reinan y gobiernan; y son los verdaderos reyes, los verdaderos monarcas.

Tal es eminentemente la Realeza suprema de nuestro Dios en los cielos. Allí, Su nombre es honrado por todos; su poder se extiende sobre todos; su voluntad es obedecida por todos.

Aquí en la tierra, no podemos decir nada, si no: Amén, “Así sea"; pero no: Amén, “Que eso sea”; ya que nada se puede añadir, oh Dios mío, a Vuestros derechos esenciales de lo alto.

Al contrario, si bajo mis ojos hacia la tierra, y si se trata de Vuestra Realeza en el desarrollo exterior que el tiempo le aporta, me permites entonces, oh Dios mío, me ordenas incluso que ansíe Tu gloria.

Porque hay aquí nombres que quieren prevalecer contra Tu nombre, hay cetros que piensan elevarse sobre Tu cetro, voluntades que pretenden triunfar sobre Tu voluntad, y, para decirlo todo, aquí abajo Tu reino es controvertido, combatido, obstaculizado.

Tus discípulos, oh Señor Jesús, son los que, entre todas las vicisitudes de este mundo, toman invariablemente partido por la causa divina; ¿qué digo?, son los que se encarnizan en querer una perfección que no se realizará nunca en el tiempo, puesto que aspiran nada menos que a ver a Dios glorificado, servido, obedecido sobre la tierra como lo es en el Cielo: ideal que no se les dará alcanzar enteramente, pero que se les pide procurar, y cuya alcance final demostrará no haber sido un sueño inútil: Sicut in cœlo et in terra.

El cristiano no es, pues, como parece creerlo y como lo afirma todos los días y sobre todos los tonos un determinado mundo contemporáneo, un ser que se aísla en sí mismo, que se secuestra en un oratorio cerrado a todos los ruidos del siglo, y que, satisfecho con la condición de salvar su alma, no se preocupa por los asuntos de aquí abajo.

El cristiano, es todo lo contrario de esto.

El cristiano, es un hombre público y social por excelencia; su nombre lo indica: es católico, lo que significa universal.

Jesucristo, al prescribir la oración dominical, puso orden en aquello que ninguno de los suyos pudo cumplir respecto del primer acto de la religión, que es la oración, sin ponerse en relación, según su grado de inteligencia y según el alcance del horizonte abierto ante él, con todo lo que puede adelantar o retrasar, favorecer o impedir el reino de Dios sobre la tierra.

Y como indudablemente las obras del hombre deben coordinarse con su rezo, no es un digno cristiano de este nombre quien no se emplea activamente, en la medida por sus fuerzas, en obtener este reino temporal de Dios, y a derribar lo que le constituye un obstáculo.

Podría recorrer toda la sucesión de los siglos, y cada uno ellos me ofrecería algún gran modelo que debe proponerse a vuestra imitación.

Pero mi tema está trazado por adelantado.

Estas reliquias sagradas que acaban de ser repatriadas triunfal y providencialmente me ahorran la duda de la elección.

Veamos, pues, cómo en el año de gracia setecientos veinticinco, los valientes nantases, guiados por su obispo, comprendieron y practicaron las primeras palabras del Padrenuestro; e intentaremos concluir de allí lo que debemos ser, lo que nosotros mismos debemos hacer, todos nosotros, fieles, sacerdotes, obispos, so pena de dar el mentís a nuestra oración dominical y a los ejemplos de nuestros padres.



PRIMERA PARTE

El reino de Dios visible sobre la tierra, es el reino de su Hijo encarnado, Jesucristo; y el reino visible del Dios encarnado, es el reino permanente de Su Iglesia. “Dios es conocido en Judea, decía el salmista, y su Nombre es grande en Israel” (Ps. LXXV, 1).

Esta proposición es tanto más verdadera aún cuando se trata de la Iglesia de la Nueva ley.

Allí Dios es conocido; allí su Nombre honrado y glorificado, allí se aclaman sus Derechos, allí se observa su Ley; en una palabra, según la hermosa definición del catecismo de Trento, explicando el principio de la oración dominical, “el reino de Dios y de Cristo, es la Iglesia”: Regnum Christi quod est Ecclesia (Catech. concil. Trid., P. IV, C. XI, n. 23).

Pero, porque la Iglesia de Jesucristo realiza el reino de Dios en el tiempo con una energía inmensa y una eficacia única, a causa de eso está destinada a encontrar sobre su camino obstáculos de toda clase y resistencias formidables.

La razón es que la Iglesia es aquí abajo militante, y no triunfante; está en camino, y no en el término.

Es verdad que se le dijo de reinar ya, pero de reinar en medio de sus enemigos: Dominare in medio inimicorum tuorum (Ps. CIX, 2).

Y su soberanía será compartida, disputada, a veces rechazada, hasta el día en que todos sus enemigos serán puestos bajo sus pies: Oportet autem illum regnare, donec ponat omnes inimicos ejus sub pedibus ejus (I Corinth., XV, 25).

Es en esta lucha que se manifestarán los secretos de los corazones, y que se hará desde ahora el discernimiento de los buenos y de los malos, la división de los valientes y de los flojos, lo que quiere decir la división de los elegidos y de los réprobos, puesto que ni los malévolos ni flojos entrarán en la cielo.

Felices, pues, los hombres que nunca hayan vacilado entre el campo de la verdad y el del error. Felices los que, a partir de la primera señal de la guerra, se hayan alistado bajo el estandarte de Jesucristo.

Ahora bien, en la época que nos ocupa, había aparecido sobre la tierra, desde hacía casi dos siglos, un hijo de Belial, a quien se reservaba tener en suspiro a toda la Cristiandad durante un período de más de mil de años.

El islamismo, “religión monstruosa”, dice Bossuet en su hermoso panegírico de San Pedro Nolasco, “religión que se contradice, que tiene por toda razón su ignorancia, por toda persuasión su violencia y su tiranía, por todo el milagro sus armas”, y añadiré, por todo atractivo sus excitaciones voluptuosas y sus promesas inmorales, el islamismo ya había invadido inmensas regiones.

Que el cisma, que la herejía cayeran bajo sus golpes, era una gran desdicha ciertamente; no obstante es la ley de la historia, y es una disposición acostumbrada de la Providencia que, para castigar a los pueblos perversos, Dios se sirve de otro pueblo más perverso aún; y el islamismo se comprometía en esta misión por mucho tiempo.

Pero hete aquí que la Cristiandad es afectada no solamente en estas razas degeneradas, que descompusieron en ellas el principio de la vida por la alteración del principio de la unidad y la verdad: es Europa en sus partes más vitales, es el corazón incluso de las razas católicas el que está amenazado; es el bulevar de la ortodoxia, es el reino muy cristiano, es Francia, y, detrás de la muralla de Francia, es la metrópolis del cristianismo, es el mundo entero que tendrá que temer lo peor de estos nuevos e implacables bárbaros.

Cruzaron los Pirineos, se pasean por nuestras bellas provincias del mediodía, sacian la sed de su espada en la sangre de nuestros hermanos, avanzan hasta Borgoña; sus rastros son marcados por el fuego y la sangre, pero sobre todo por la profanación y la impiedad.

Todo cede, todo se pliega delante de estas hordas feroces. Ningún brazo se atreve a intentar detenerlos.

Oh Dios, oh Nuestro Padre que estás en los cielos, ¿qué será sobre la tierra Tu Nombre, Tu Reino, Tu Ley? En otras palabras, ¿qué será de tu Iglesia?

Mis Hermanos, había en Nantes, lo que se ve a menudo, un obispo hombre de fe y hombre de valor: el Santo Crisma, al ungir su cabeza y sus manos, no había apagado en sus venas el calor natural de la sangre bretona.

En torno a este obispo nantano había lo que se encontraría incluso hoy, lo que se encontrará siempre, toda una falange caballeresca de leales cristianos y de valerosos guerreros.

Emiliano, es el nombre del obispo, pone en primer lugar a todo su pueblo en oración. Pero pronto se levanta, ya que su misma oración lo impulsa a la acción.

Cuando la patria está en peligro, todo ciudadano es soldado.

Ahora bien, en la hora solemne que acababa de sonar, lo que estaba amenazada era la patria de las almas al mismo tiempo que la de los cuerpos, era el reino de Dios al mismo tiempo que el reino de los Francos.

Y puesto que el terror o la impotencia están por todas partes, puesto que nadie se levanta para salvar la Iglesia y Francia, Emiliano se levantará.

Tal vez me detendréis y me diréis: ¿Cómo? ¿Es un obispo el que va a tomar las armas? ¿Y qué sucede con la disciplina sagrada? Mis Hermanos, no confundamos los tiempos, no juzguemos las necesidades y las costumbres de otra época según nuestro tiempo y nuestras costumbres.

Las necesidades sociales de entonces no implicaban sobre este punto toda la sabia precisión de la disciplina posterior. Y, por otra parte, hay casos extremos en los cuales las normas disciplinarias desvanecen ante la ley divina; ¿qué digo? hay casos, incluso vulgares, Jesucristo me es garante, en los cuales la ley divina se borra ante el derecho de la naturaleza.

¿“Quién ustedes, decía al divino Maestro, si el buey o el asno de su prójimo viene a caer en un pozo, no lo extraerá inmediatamente, incluso en día de sábado?” (Luc. XIV, 5). Ahora bien, cuando una ley fundamental como la del sábado cede ante una causa semejante, ¿qué diréis cuando se trata, no solamente de salvar la vida de una hija de Abraham, sino de prestar ayuda, en un peligro extremo, a la madre común de todos los hombres, a la Esposa de Cristo, a la Iglesia de Dios?

Pero caigo en el error al hacer hincapié en estas explicaciones inútiles.

Indudablemente el pontífice Emiliano no pensó en justificar su acción por medio de estos razonamientos. Tomando consejo de su sensatez, como de su fe y de su valor, y sabiendo a qué pueblo se dirigía, arengó de este modo a su rebaño: “Oh todos vosotros, hombres fuertes en la guerra, más fuertes aún en la fe: Homines fortes in bello, in fide autem fortiores, armad vuestras manos con el escudo de la fe, vuestras frentes con la señal de la cruz, vuestra cabeza con el casco de salvación, y cubrid vuestro pecho con la coraza del Señor. Luego, una vez revestidos de esta armadura religiosa, oh soldados de Cristo, tomad vuestras mejores armas de guerra, vuestras armas de hierro mejor forjadas, mejor templadas, para derribar y machacar a estos perros furiosos. Podremos sucumbir en la lucha; pero es el caso de decir, con Judas Macabeo: «Es mejor morir que ver el desastre de nuestra patria y soportar la profanación de las cosas santas y el oprobio de la ley que nos ha dado la majestad divina»”.

Por el estremecimiento que estas palabras, fríamente repetidas, acaban de producir en vosotros, juzgad el efecto que produjeron en vuestros padres del siglo octavo.

Emiliano era su compatriota por la sangre al mismo tiempo que su padre por la gracia; tenía un digno y majestuoso porte, un rostro a la vez austero y agradable, una palabra firme y con todo simpática, un corazón compasivo.

Transportados fuera de sí por este discurso lacónico, verdadero modelo de arenga militar y sacerdotal, respondieron unánimemente por este grito, que será siempre instintivo en el corazón y sobre los labios de los nanteanos cuando escuchen un llamamiento de su obispo: “Señor venerado y buen Pastor, ordene, mande, y, por todas partes donde usted vaya, le seguiremos”: Domine venerande et bone pastor, jube, impera, et quocumque ieris, ti sequemur.

Emiliano no pierde un instante; ve en este impulso la expresión de la voluntad divina, fija el día de la salida. Nadie falta a la consigna. A los ciudadanos de la provincia se agregaron los extranjeros venidos de lejos.

Aparejados de sus armas agresivas y defensivas, llegaron piadosamente a arrodillarse en la iglesia de Nantes. Allí, un admirable espectáculo comienza: es en verdad el preludio de nuestras más santas cruzadas, el principio de las más espléndidas guerras cristianas.

Emiliano no era de esos pontífices belicosos, como se vio entonces algunos, que debajo del hábito clerical sólo llevaban un alma laica y secular.

Sobre todo, Emiliano es obispo; quiere que la expedición tenga un carácter exclusivamente religioso. Se reviste, pues, de los ornamentos sagrados, y celebra los santos misterios, durante los cuales va a bendecir y a continuación dar la Comunión a todos sus compañeros de armas.

No falta nada a esta imponente solemnidad; incluso no se omitió la homilía, y creo oír resonar a mis oídos estos acentos del pontífice:

“Hijos míos, Filioli, instruídos por los preceptos saludables del Señor y formados en una escuela divina: Proeceptis salutaribus moniti et divina institutione formati, vosotros y yo nos atrevemos a decir cada día: «Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu Nombre, venga a nosotros Tu Reino, hágase Tu voluntad así en la tierra como en el Cielo». Hijos, ha llegado la ocasión de traducir en nuestros actos estas grandes palabras que Jesucristo nos ha enseñado. Agradezcamos a Dios, a nuestro Creador y Benefactor, que, por su bondad, nos reunió en tan gran número y que visiblemente consolidó nuestros corazones por su gracia. Roguemos devotamente para que haga verdaderamente de nosotros soldados de Su Nombre, soldados de Su Reino, soldados de Su Ley y de Su causa: Devote ipsum deprecemur, ut voluntatem suam adimplere valeamus in salutem”.

Tras tales palabras, no quedaba otra cosa que partir. La santa falange se pone en marcha. Ni las lágrimas de los adioses, ni ninguna de las consideraciones y los afectos terrenales los detienen. Tienen la esperanza para antorcha, los Sacramentos por comida y su Obispo como jefe. Marchan día y noche, hasta que llegan a Borgoña y se encuentran en frente del enemigo.

El acontecimiento mostró cuanto valía para ellos la experiencia militar de su jefe. Tres primeras batallas, llevadas a cabo con habilidad y sostenidas con valor, fueron coronadas por otras tantas brillantes victorias.

Saint-Forgeot, Saint-Pierre-l'Étrier, Creuse-d’Auzy vieron sus campos regados por la sangre de los infieles.

El triunfo parecía fijarse en las filas de los cristianos, cuando pronto, tras un cuarto hecho de armas, un nuevo y más formidable ejército de sarracenos vino a sorprenderlos de improvisto. El pontífice hace sonar la trompeta, reúne sus soldados, los anima una última vez por su palabra inspirada.

Pero, mientras que habla, él mismo se ve envuelto por los batallones de infieles; hace, hasta los últimos momentos, prodigios de valentía. Abrumado por el número, acribillado por cientos golpes de espadas y lanzas, rodeado de muertos y moribundos, exhorta aún a los suyos: “Oh generosos soldados, sed constantes en vuestra fe y en vuestro valor; retomad fuerzas y aliento contra esto crueles paganos… Hijos, sois soldados, no de hombres, sino de Dios. Combatís por vuestra verdadera Madre, la santa Iglesia, cuya voz clama venganza a Dios por la sangre de sus santos. Allá arriba, con Cristo, una mejor suerte nos espera; allá está nuestra victoria, allá nuestra recompensa”.

Estas últimas palabras fueron también el último suspiro del guerrero; su alma, recibida por las manos de los Ángeles, es introducida en las alegrías eternas.

Me preguntaréis, mis Hermanos, si la historia de vuestro Pontífice se termina allí, y si será todo el resultado de su expedición.

No, ni la historia ni la expedición de vuestro Pontífice se terminan con su derrota y su muerte. Su historia, incluso aquí bajo, sigue siempre desde hace once siglos. La mano de Dios, año tras año, agrega nuevas páginas por algún nuevo prodigio operado sobre su tumba. Su nombre, sus hazañas permanecen populares sobre el suelo donde sucumbió; sus despojos son rodeados con amor y con veneración, y Borgoña, agradecida, no ha dejado de renovar todos los años su fiesta y su panegírico.

Finalmente, vuestra misma ciudad, después de uno esos largos y misteriosos olvidos que Dios permite, digamos mejor, de los cuales El se sirve para proporcionar a sus santos un triunfo más inesperado y como una verdadera resurrección terrestre, vuestra ciudad acaba de celebrar el regreso solemne de Emiliano en sus muros, con tantas y mayores demostraciones que no podría desplegar para la recepción de ninguna majestad de la tierra.

Ilustres hagiográficos, que reunís con una perseverancia de erudición desde hace ya más de dos siglos todos los monumentos de la vida y la historia de los héroes del cristianismo, insertad en vuestros eruditos archivos las maravillas de las que venimos de ser testigos.

La ciudad de Nantes os ha preparado, durante estos tres días, relatos cuyo interés no cederá ante ninguno de los que la santa antigüedad nos ha legado.

Lo veis, pues, mis Hermanos, la historia de vuestro Obispo guerrero no terminó con su muerte.

En cuanto a su expedición, lejos de haber terminado con él, es mucho más verdadero decir que solamente ha comenzado.

El feroz enemigo de la Cristiandad, a quien la Bretaña católica asestó los primeros golpes y sobre quien obtuvo los primeros triunfos, solamente siete años más tarde sería molido en los campos de Poitiers, de tal modo que no reaparecerá más sobre el suelo de Francia.


Y porque está escrito que estas dos generosas provincias, Bretaña y Poitou, deben siempre darse la mano en los grandes combates de la religión y el derecho, otro obispo de Nantes, sucesor de Emiliano, figurará en la batalla junto a Charles Martel. Un de vuestros precursores, Monseñor, padeció; era justo que otro fuera puesto en honor.

Pero no es suficiente. El sarraceno, expulsado de nuestras orillas, ejerce en otra parte sus crueldades y sus impiedades. No es ya solamente de nuestro suelo que es necesario alejarlo, es en su propio imperio que será necesario en adelante perseguirlo.

El Oriente, Jerusalén, los Santos Lugares, nos convocan para su defensa. Un papa francés, Silvestre II, da en nombre de la Ciudad Santa, el primer grito de desamparo; otro papa francés, Urbano II, lanza el primer grito de guerra.

Los acentos generosos de estos dos pontífices conmueven el mundo, y sus discursos vuelan de boca en boca.

Debo decirlo, con todo, mis Hermanos: cuando acerco estos acentos y estos discursos de los que se desprendieron de labios de vuestro Emiliano, reconozco que no son sino el eco repetido de más arriba y propagado de más lejos.

Sí, y si alguien tuviera la idea de asombrarse de todo lo que Nantes ha hecho desde hace tres días, yo respondería que Nantes no podía hacer demasiado, puesto que es una de las más hermosas, una de las más grandes páginas de su historia que acaba de revelársele y entregársele.

Las cruzadas, estas guerras cristianas que serán el eterno honor de Francia, no son sino un más amplio desarrollo de la expedición de vuestros padres.

Y después que el noble ardor de las cruzadas se haya apagado en el alma de los príncipes y reyes, la llama sagrada que anima aún el celo de los Papas, el celo de los caballeros cristianos y de monjes soldados, es esta noble pasión la que vuestro obispo soldado ha bien denominado el amor de la fe y de la santa cristiandad: Pro amore fidei et sanctæ christianitatis.

¡No!, ¡no!, audaz pontífice, vuestra empresa militar no terminó con vuestra muerte. La obra de la cual fuisteis el iniciador y el primer motor, han ido necesarios mil años y mucha de nuestra sangre y de nuestro oro, mil de años y muchos combates heroicos, para conducirla a su término definitivo.

Por eso no me asombro de que, salido de Nantes en el siglo VIII, regreséis solamente en este siglo XIX.

¿Se me permitirá decirlo así, mis Hermanos? Incluso después de su muerte, vuestro Pontífice había conservado todo el orgullo, o, si lo prefieren, toda la santa obstinación de la raza bretona, y parece que él había jurado no volver a su domicilio sino después de concluida la expedición y la serie de batallas terminada.

Venid, noble Pastor, venid a descansarse por fin en vuestra provincia bienamada, en medio de vuestro antiguo pueblo. Vuestro enemigo está vencido. Os enfrentasteis contra un coloso; no es ya más que un fantasma. Y si este fantasma está aún de pie, es porque el deplorable estado de Europa pide que su caída no sea precipitada, y que un resto de vida artificial le sea mantenido, por temor de que su sucesión no pase a otros adversarios, hoy más potentes y más temibles de la santa Iglesia de Dios.

No os escandalicéis demasiado, pues, Emiliano, si percibís en esta asistencia a varios descendientes de vuestros antiguos compañeros de armas, no hace mucho reclutados para la defensa de esos mismos infieles que combatisteis sin cuartel. Seguramente, esta anomalía denuncia en las naciones modernas inmensos temas de tristeza.

Sin embargo, os lo quiero: vuestros sobrinos pudieron aún batirse lealmente, cristianamente; y el mismo sentimiento de fe que armó vuestro brazo, animaba también su corazón.

Las vicisitudes de la tierra producen estos incidentes extraños y estas vueltas singulares de las cosas. Sería demasiado cruel, en efecto, que la herencia de Mahoma se convirtiera en la presa de esas razas pérfidas que han abandonado nuestros valientes en la hora de la acción, y cuya traición tiene tantas veces retrasado nuestros éxitos.

Dejemos, pues, a la Providencia emplear sus misteriosos designios que deben galvanizar durante algún tiempo aún este cadáver deficiente, hasta el día en que nuestro Occidente cristiano, más unido en la verdadera fe, podrá recoger un despojo comprado a tan alto precio, que no puede y no debe volver sino a él.

Pero me doy cuenta, mis Hermanos, que toco las cuestiones candentes de nuestro tiempo. Evitemos de marchar sobre esos carbones ardientes y, sin embargo, intentemos permanecer los hijos de nuestros padres y de saber combatir como ellos por el Nombre, por el Reino y por la Ley de Dios.

Éste será el objeto de una segunda reflexión.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Presentación


EL CARDENAL PIE

La enseñanza del Cardenal Pie como apóstol de la autoridad y de la unidad en la Iglesia, como partidario de la Cátedra de San Pedro y de la soberanía pontifical, como adversario clarividente del galicanismo y el liberalismo, es la parte más famosa de su obra, porque tuvo como consecuencia crear, entre el obispo de Poitiers y el Gobierno de Napoleón III, un conflicto prolongado, que el obispo no había buscado, pero que sostuvo con una majestuosa grandeza.

El Cardenal Pie supo dar testimonio de la causa de la Esposa inmortal de Jesucristo, protestando contra la expoliación de la cual era víctima el Papa-Rey, exponiendo los principios inmutables de la constitución jerárquica y divina de la Iglesia, y manteniendo la fórmula clara y plenaria del derecho católico en la candente cuestión de las relaciones mutuas entre el poder religioso y la potestad secular.