sábado, 12 de diciembre de 2009

A Emiliano


SEGUNDA PARTE

Jesucristo es Rey. Es rey no solamente del Cielo, sino también de la tierra, y le corresponde ejercer una verdadera y suprema realeza sobre las sociedades humanas: es un punto innegable de la doctrina cristiana.

Este punto, es útil y necesario recordarlo en este siglo.

Se acepta a Jesucristo Redentor, a Jesucristo Salvador, a Jesucristo Sacerdote, es decir, sacrificador y santificador; pero de Jesucristo Rey se aterrorizan; se sospecha alguna expoliación, alguna usurpación de poder, alguna confusión de atribuciones y de competencia.

Establezcamos, pues, rápidamente esta doctrina, determinemos su sentido y alcance, e comprendamos algunos de los deberes que ella nos impone en el tiempo en que vivimos.

Jesucristo es Rey; no es uno de los Profetas, ni uno de los Evangelistas y Apóstoles, lo cual no le garantiza su cualidad y sus atribuciones de Rey.

Jesús está aún en la cuna, y los Magos buscan al Rey de los Judíos: Ubi es que natus est, rex Judæorum? (San Mateo, II, 2).

Jesús está a la víspera de morir: Pilatos le pregunta: Eres, pues, rey: Ergo rex es tu? (San Juan, XVIII, 37). Tú lo has dicho, responde Jesús.

Y esta respuesta se hace con tal acento de autoridad, que Pilatos, a pesar de todas las representaciones de los judíos, consagra la realeza de Jesús por una escritura pública y un cartel solemne (San Juan, XIX, 19-22).

“Escribe, pues, exclama Bossuet, escribe, oh Pilatos, las palabras que Dios te dicta y cuyo misterio no comprendes. Que se alegue y se presente lo que se quiera, guárdate de cambiar lo que ya está escrito en el Cielo. Que tus órdenes sean irrevocables, porque son la ejecución de una sentencia inmutable del Omnipotente. Que la Realeza de Jesucristo sea promulgada en la lengua hebraica, que es la lengua del pueblo de Dios; y en la lengua griega, que es la lengua de los cultos y de los filósofos; y en la lengua romana, que es la lengua del imperio y del mundo, la lengua de los conquistadores y de políticos. Acercaos ahora, oh Judíos, herederos de las promesas; y vosotros, oh Griegos, inventores de las artes; y vosotros, Romanos, príncipes de la tierra; venid a leer este admirable signo: doblad la rodilla delante de vuestro Rey” (Bossuet, Primer discurso para la Circuncisión).

Data de lejos, y remonta alto esta Realeza universal del Salvador. Como Dios, Jesucristo es Rey de toda eternidad; por consiguiente, al entrar en este mundo, ya aportaba con él la Realeza. Pero este mismo Jesucristo, como hombre, conquistó su Realeza con el sudor de su frente, al precio de toda su sangre. “Cristo, dice San Pablo, murió y resucitó con el fin de adquirir el imperio sobre los muertos y sobre los vivos”: In hoc Christus mortuus est et resurrexit, ut et mortuorum et vivorum dominetur (Romanos, XIV, 9).

El gran apóstol funda también sobre un mismo texto el misterio de la resurrección y el título de la investidura real de Cristo: “El Señor resucitó a Jesucristo, así como está escrito en el salmo segundo: Eres mi Hijo; Yo te he engendrado hoy” (Actas, XIII, 33).

Lo que quiere decir: desde toda eternidad, te había engendrado en mi propio seno; en la plenitud de los tiempos, te engendré en el seno de la Virgen, tu Madre; hoy te engendro retirándote del sepulcro; y esto es un nuevo nacimiento que tienes de mí. Primogénito de entre los vivos, quise que fueras también el primogénito de entre los muertos, para que tengas en todas partes el primer lugar: Primogenitus ex mortuis, ut sit in omnibus ipse primatum tenens (Colosenses, I, 18).

Eres mi Hijo; lo eres por todos los títulos puesto que te he engendrado tres veces, en mi seno, en el seno de la Virgen, y en el seno de la tumba.

Ahora bien, por todos estos títulos, quiero que participes de mi soberanía, quiero que participes de ella en adelante como hombre, así como has participado eternamente de ella como Dios.

“Pide, pues, y te daré las naciones como herencia, y extenderé tus posesiones hasta las extremidades de la tierra” (Salmo II, 8).

Y Jesucristo pidió, y su Padre le dio, y le han sido entregadas todas las cosas (San Lucas, X, 22).

Dios lo hizo cabeza y jefe de todas las cosas, dice San Pablo (Efesios, I, 22 ; Colosenses, II, 10), y de todas las cosas sin excepción: In eo enim quod omnia ei subjecit, nihil dimisit non subjectum (Hebreos, II, 18).

Su Reino indudablemente no es de este mundo, es decir, no procede de este mundo: Regnum meum non est de hoc mundo; no es ex hoc mundo (San Juan, XVIII, 36), y es porque viene de arriba, y no de abajo: regnum meum non est hinc (ibid), que ninguna mano terrestre se lo podrá arrancar.

Oíd las últimas palabras que dirige a sus apóstoles antes de subir al Cielo: “Me ha sido dado todo poder en el Cielo y sobre la tierra. Id, pues, y enseñad a todas las naciones” (San Mateo, XXVIII, 18-19).

Observad, mis Hermanos, Jesucristo no dice todos los hombres, todos los individuos, todas las familias, sino todas las naciones.

No dice solamente: Bautizad los niños, catequizad los adultos, casad los esposos, extremizad los moribundos, dad religiosa sepultura a los muertos.

Ciertamente, la misión que les confiere incluye todo eso, pero incluye más que eso: tiene un carácter público, un carácter social.

Y así como Dios enviaba los antiguos Profetas hacia las naciones y hacia sus jefes para acusarles sus apostasías y sus crímenes, así Cristo envía sus apóstoles y su sacerdocio hacia el pueblo, hacia los imperios, hacia los soberanos y los legisladores, para enseñarles toda su doctrina y su ley. Su deber, como el de Pablo, es “llevar el nombre de Jesucristo ante las naciones, y los reyes, y los hijos de Israel”: Ut portet nomen meum coram gentibus, et regibus, et filiis Israel (Actas, IX, 15).

Pero veo venir la objeción ordinaria, y me propongo elevar contra mi doctrina una acusación a la moda hoy en día.

La tesis que usted desarrolla, me gritan, es la de teocracia.

La respuesta es fácil, y la formulo así: No, Jesucristo no vino a fundar la teocracia sobre la tierra, puesto que, al contrario, vino a poner fin al régimen más o menos teocrático que constituía siempre el fondo del mosaísmo, aunque se había modificado notablemente este régimen por la substitución de reyes a los antiguos jueces de Israel.

Pero, para que esta respuesta sea comprendida por nuestros contradictores, es necesario, sobre todo, que la palabra misma de que se trata se haya definida: demasiado a menudo la polémica explota con éxito, ante los hombres de nuestro tiempo, frases cuyo sentido es indeterminado.

¿Qué es, pues, la teocracia? La teocracia es el gobierno temporal de una sociedad humana por una ley política divinamente revelada y por una autoridad política sobrenaturalmente constituida.

Ahora bien, siendo las cosas de este modo, como Jesucristo no impuso código político a las naciones cristianas, y como Él mismo no se encargó de designar a los jueces y a los reyes del pueblo de la nueva alianza, se desprende que el cristianismo no ofrece rastros de teocracia.

La Iglesia, obviamente, tiene bendiciones poderosas, consagraciones solemnes para los príncipes cristianos, para las dinastías cristianas que quieren gobernar cristianamente el pueblo.

Pero, a pesar de esta consagración de los poderes humanos por la Iglesia, lo repito, ya no hay, después Jesucristo, teocracia legítima sobre la tierra.

Entonces, incluso cuando un ministro de la religión ejerce la autoridad temporal, esta autoridad no tiene nada de teocrática, puesto que no se ejerce en virtud del carácter sagrado, ni en conformidad con un código inspirado.

Tregua pues, por respeto para con la lengua francesa y para con las nociones más elementales del derecho, tregua a esta acusación de teocracia que se tornaría en acusación de ignorancia contra los que persistiesen en repetirla.

El contradictor insiste, y me dice: Dejemos la cuestión de palabras. Siempre queda que, en vuestra doctrina la autoridad temporal no puede sacudir el yugo de la ortodoxia; ella permanece inevitablemente supeditada a los principios de la religión revelada, así como a la autoridad doctrinal y moral de la Iglesia; ahora bien, he allí lo que llamamos el régimen teocrático. Llamamos, al contrario, régimen laico o régimen secularizado, al que puede liberarse voluntariamente de estos obstáculos, y que no depende más que de sí mismo.

La confesión es preciosa, queridos hermanos.

Es decir la sociedad moderna no se propone reconocer como reyes y como príncipes sino a aquellos “que se han levantado en armas y se ha coaligado contra Dios y contra su Cristo”; aquellos que dijeron en voz alta: “Rompamos sus vínculos y echemos lejos de nosotros su yugo” (Salmo II, 2- 3).

Es decir, es necesario suprimir el concepto secular del Estado cristiano, la ley cristiana, el príncipe cristiano, concepto magníficamente establecido a partir de las primeras edades del cristianismo, especialmente por San Agustín (De civitate Dei, L. V, c 24. Epist. 185 ad Bonif., c. V n. 19).

Es decir, aunque más no sea con el pretexto de escapar a la teocracia imaginaria de la Iglesia, es necesario aclamar otra teocracia, tan absoluta como ilegítima, la teocracia del César jefe y árbitro de la religión, oráculo supremo de la doctrina y del derecho: teocracia renovada del paganismo, y más o menos ya realizada en el cisma y en la herejía, a la espera de que tenga su plena vigencia con el grande reino del pueblo-sacerdote y del Estado-Dios, con el cual sueña la lógica implacable del socialismo.

Es decir, por fin, que la filosofía sin fe y sin ley ha pasado ya de las especulaciones al orden práctico, y se ha constituido reina del mundo, y ha dado a luz la política sin Dios.

La política, así secularizada, tiene un nombre en el Evangelio: se la llama “el príncipe de este mundo” (San Juan, XII, 31; XIV, 30), “el príncipe de este siglo” (I Corintios, II, 6, 8), o aún “el poder del mal, el poder de la Bestia” (Apocalipsis, IX, 10 ; XIII, 4) ; y este poder recibió un nombre también en el tiempo moderno, un nombre formidable que desde hace setenta años resuena de un polo al otro: se llama La Revolución.

Con una rapidez de conquista, que no ha sido dado nunca al islamismo, esta potencia emancipada de Dios y de su Cristo subyugó casi todo a su imperio, los hombres y las cosas, los tronos y las leyes, los príncipes y el pueblo.

Ahora bien, una última trinchera le queda por forzar: es la conciencia de los cristianos.

Por los mil medios de los que dispone, consiguió engañar la opinión de un gran número, conmover incluso las convicciones de los sabios.

Recibió inesperados auxiliares que, no solamente en el ámbito de los hechos, sino incluso en el de los principios, aceptaron y firmaron alianzas con ella.

Algunos otros, que persisten a hacerle una pequeña oposición, se acomodan bastante claramente a su opinión en cuanto al fondo de las cosas.

¿No parece llegado para ella el momento de realizar un asalto decisivo?

Bien sabéis, mis Hermanos, a cuál suprema tentación fue sometido Cristo. Satanás lo transportó sobre una alta montaña, y le dijo: “¿Ves todas estas cosas? Bien, yo te daré todo eso si tú, postrado ante mis pies, me adorares: Hæc omnia tibi dabo, si cadens adoraveris (San Mateo IV, 9).

Gran Dios, ¿vendrá un día en la serie de los siglos en que vuestra Iglesia será sometida a la misma prueba por el príncipe de este mundo? ¿Se acercará a ella el poder del mal para decirle: Todas estas posesiones terrestres, toda esta pompa y esta gloria exterior, te las daré, te las conservaré, con tal que tú te inclines ante mi, con tal que sanciones mis máximas y las adoptes, y que me rindas homenaje?: Hæc omnia tibi dabo, si cadens (¡qué caída!) si cadens adoraveris me…

A la palabra del seductor Cristo había respondido: “Atrás, tentador, ya que escrito está: Adorarás al Señor, y sólo a Él servirás”.

Y el tentador se alejó de Jesús, y los Ángeles acercándose comenzaron a servirlo (San Mateo IV, 10-11).

Hermanos, la Iglesia, colocada en las mismas condiciones que su Maestro, no podría encontrar otra respuesta.

Ninguna potencia, indudablemente, aprendió mejor que ella a tener en cuenta las dificultades del tiempo y a plegarse a las exigencias de las coyunturas.

¡Los sacrificios!, hizo tantos en el largo curso de su existencia. ¿No sabe que, a ejemplo del gran apóstol, es deudora de todos, de los ignorantes y de los insensatos, como también de los sabios? (Romanos, I, 14).

Pero hay un límite infranqueable para la Iglesia: esa frontera dónde las cosas humanas confinan con los títulos inalienables del alto dominio de Dios y de su Cristo sobre las sociedades terrestres.

Frente a ciertos principios fundamentales del derecho público cristiano, ella es y será siempre inconmovible.

No es ella quien substituirá, incluso en sus instituciones puramente temporales, los derechos imprescriptibles de Dios por los pretendidos derechos humanos.

Y si la firmeza invencible de la Iglesia debiera privarla de todo apoyo terrestre, de toda asistencia humana, y bien, ¡hay aún Ángeles en el cielo, que se acercarían y la servirían!: Et accesserunt angeli, y ministrabant ei.

No me aparto del plan de mi discurso.

En tiempo de vuestro obispo Emiliano, el gran enemigo del Nombre, del Reino y de la Ley de Dios, era el islamismo.

Emiliano y vuestros padres tuvieron la gloria de enrolarse contra este enemigo terrible, de resistirlo, de combatirlo, y en ello han sacrificado noblemente su vida.

Hoy, el enemigo capital del Nombre, de Reino y de la Ley de Dios reviste otra forma y se llama con otro nombre.

Su tendencia es la misma, y su divisa es siempre la del populacho deicida: “Nolumus hunc regnare super nos” (San Lucas, XIX, 14) No queremos que Cristo reine sobre nosotros.

Nuestro deber, para nosotros que reconocemos a Jesucristo como nuestro Rey, nosotros que decimos todos los días a Dios: “Santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo”, nuestro deber es oponer toda nuestra energía a las invasiones de esta potencia del mal.

No se trata, al menos no todavía en esta hora, de tomar las armas.

La lucha es principalmente una lucha de doctrinas.

Vuestra resistencia consistirá, pues, en mantener vuestra inteligencia firme contra la seducción de todos los principios falsos y mentirosos; y para esto formarán siempre su conciencia en la escuela de su fe, en la escuela de la Iglesia, en la escuela de vuestros Pastores.


Llego a los consejos prácticos; seguidme aún un momento con vuestra atención.

Cuando pregunto a los sabios de este tiempo ¿cuál es la más grande herida de la sociedad actual?, escucho responder por todas partes que es el deterioro de los caracteres, el reblandecimiento de las almas.

Hay sobre este tema frases hechas, estereotipadas y utilizadas por todos.

Pero esta respuesta provoca ella misma una pregunta posterior. Ya que, en fin, la raza francesa es enérgica por su propio fondo, es valiente por su naturaleza, y no perdió tanto su temperamento nativo que se la pueda acusar demasiado ligeramente de blandenguería y cobardía. No más hoy que antes, la valentía no le falta sobre los campos de batalla.

¿De dónde viene, pues, este síntoma tan grave del debilitamiento de los caracteres? ¡Ah!, ¿no será ciertamente que es la consecuencia natural e inevitable del debilitamiento de las doctrinas, del debilitamiento de las creencias, y, para decir la palabra apropiada, del debilitamiento de la fe?

El valor, después de todo, sólo tiene su razón de ser en tanto y en cuanto está al servicio de una convicción.

La voluntad es una potencia ciega cuando no es iluminada por la inteligencia. No se marcha con pie firme cuando se camina en la oscuridad o en la penumbra.

Ahora bien, si la generación actual tiene toda la incertidumbre y la indecisión del hombre que avanza a tientas, ¿no será, oh Señor, que tu palabra no es ya la antorcha que guía nuestros pasos, ni la luz que ilumina nuestras sendas? Nuestros padres buscaban en todas las cosas su dirección en la enseñanza del Evangelio y de la Iglesia: nuestros padres marchaban en pleno día. Sabían lo que querían, lo que rechazaban, lo que amaban, lo que odiaban, y, a causa de eso, eran enérgicos en la acción.

Nosotros, caminamos en la noche; no tenemos ya nada por definido, nada decretado en el espíritu, y no nos damos ya cuenta del objetivo hacia el cual tendemos.

Por lo tanto, somos débiles, vacilantes.

¿Cómo podría el ardor de la resolución estar en la voluntad, y el vigor del ejecución en el brazo, cuando hay en el entendimiento, en vez de la clara luz del sí, sino la nube o la niebla del quizás?

Creedme, la sangre francesa no está congelada en nuestras venas. Para querer, sólo nos falta ver.

Encontraríamos todo el valor del corazón, el día en que nuestra inteligencia no se vea afectada por una irremediable flojera.

¿Irremediable? No, retracto esta palabra. El remedio, al contrario, está ante nosotros, está en nosotros; sólo se trata de saber emplearlo.

Nuestro siglo es industrioso de mil de maneras, es fértil en invenciones de toda clase. Descubrió ingeniosos métodos para comunicar a una madera de una esencia blanda y penetrable las propiedades de las esencias más duras y más compactas, y llegó a dar a una piedra friable y porosa la firmeza del sílex.

¡Ah! ¡Que no puede proporcionarnos el secreto de inyectar la energía moral en las almas, y de silicatizar, como dicen, estos caracteres que se pulverizan a la primera ráfaga del viento y al primer contacto con el aire!

Pero lo que se pediría vanamente a los métodos humanos, la religión nos lo obtiene.

En nuestro espíritu débil e inconsistente, hace descender el Espíritu de Dios (Actas, I, 8).

Esta compenetración del alma humana por la virtud del Altísimo le da como otra naturaleza y una nueva esencia.

Para conferir y mantener a los cristianos la dureza del roble o la del granito, no es necesario en el ser moral sino la infiltración completa y permanente del agua bautismal en la cual se regeneraron.

Sí, el alma que se complace y se deleita en este elemento sobrenatural; el alma que se baña y se vuelve a sumergir, por decirlo así, a todo momento en la fuente de su bautismo; el alma que tiene todos sus conductos abiertos a la irrigación de esta onda impregnada de sales divinas, esta alma es de acero, y está dotada de un temple a toda prueba.

Por ello, que otros se explayen en inútiles quejas y en lamentos estériles; yo tomaré los acentos del profeta para decir: La tierra está desolada por una gran desolación porque ya no hay bautizados que se acuerden, como se debe, de su bautismo; que tengan la conciencia de las grandezas y de las energía de su bautismo.

“Nunca había encontrado un cristiano tan gozoso de serlo”, exclamó el Sultán después de haber oído a San Luís.

¡Gran Dios! esta raza de cristianos contentos, ¿no estamos en víspera de no encontrarla ya en ninguna parte sobre la tierra? Ahora bien, es necesario que por ningún precio esta raza se apague entre nosotros: la humanidad tendría demasiado que perder.

Si desapareciese en todas otras partes, es Francia quien debiera, y diré, son nuestras religiosas provincias del oeste las que debieran ser su último asilo.

Devolved, pues, devolved a vuestra alma toda la vida, toda la extensión, toda la expansión de su bautismo; volved a ser lo que fueron vuestros padres, verdaderos cristianos, orgullosos de ser cristianos; y entonces, con los recursos inagotables de vuestro temperamento nacional, ni siquiera tendréis que hacer un esfuerzo para ser, como ellos, héroes y, si es preciso, mártires.

Pero, para ello bebed en las fuentes puras, las fuentes que brotan de la fe cristiana.

No os detengáis en esas doctrinas “del medio”, que no sé qué tercera posición, nacida de un capricho de ayer, inventa cada día en materia religiosa.

¿Acaso ese cristianismo empobrecido, debilitado, el único que encuentra aceptación ante algunos sabios del Pórtico moderno, rehará los caracteres vigorosos, los temperamentos fuertemente organizados de las antiguas edades?

¡No!, con doctrinas reducidas, con verdades disminuidas, se obtendrá cristianos a medias; y con los cristianos a medias, la sociedad religiosa y la sociedad civil nunca vencerán al temible enemigo que ya hemos señalado.

Escucho aún algunas objeciones que se me hacen: Es necesario ser de su país y su tiempo. Es necesario no chocar contra los imposibles.


Es necesario ser de su país: Sí, y mil de veces sí, sobre todo cuando este país es Francia.

Ahora bien, seréis aún más de vuestro, a medida que seáis más cristianos.

¿Acaso Francia no está vinculada al cristianismo por todas sus fibras? ¿No leísteis, encabezando la primera carta francesa, estas palabras tantas veces repetidas por la heroína de Orleáns: “Viva Cristo, que es rey de los Francos”? ¿No leísteis el testamento de San Remigio, al padre de nuestra monarquía y de todas sus razas reinantes? ¿No leísteis los testamentos de Carlomagno y de San Luís, y no recordáis cómo se expresan acerca de la santa Iglesia Romana y el Vicario de Jesucristo? El programa nacional de Francia está allí; se es francés cuando, a través de las vicisitudes de las edades, se sigue siendo fiel a este espíritu.

Los fariseos, tristes ciudadanos, ¿no se atrevieron un día a negar a Jesucristo el sentimiento patriótico? “Pero eran ellos, reprende San Ambrosio, quienes abdicaban del amor de la patria, haciéndose envidiosos de Jesús”: Sed et ipsi se caritate patriæ, qui Christo invident, abdicarunt (Exposit. en Luc., L. IV, n. 47).

Dirijo audazmente esta misma réplica a todos los detractores de nuestro civismo. Los apóstatas de Francia, son los enemigos de Jesucristo. Se haga lo que se haga, nunca habrá empresa nacional en Francia que no sea cristiana.


Es necesario ser de su país: Sí, una vez más; pero el país de Francia es el país de la verdad, el país de la sinceridad.

Ahora bien, si la Iglesia, que es profundamente comprensiva, pone reservas a algunos principios modernos, quiere decir que estos principios, que no se ajustan al orden divino, son señuelos al mismo tiempo lanzados a las multitudes, palabras sonoras cuya realidad es necesario suprimir por métodos de toda clase, por mil medidas de compresión y represión.

Pero, en definitiva, el fingimiento que no conviene ni a la majestad de la Iglesia, ni a su conciencia, ni al respeto que ella profese por los hombres y por el pueblo, no conviene tampoco al carácter francés.

No es Bretaña quien me desmentirá si afirmo que definitivamente nunca nada será nacional en Francia sino lo que es honesto.


Es necesario ser de su país y su tiempo: ¿y digo otra cosa desde el principio de este discurso? ¿Acaso no son nuestros contradictores los que nos impugnan continuamente el derecho de ciudadanía, los que nos prohíben el fuego y el agua, los que quieren condenarnos al ostracismo?

Al oírlos, el cielo para nuestro, y la tierra es suya; el tiempo les pertenece, y nosotros sólo debemos pensar a la eternidad.

El cristiano, el sacerdote, el obispo que sale del templo, que coloca el pie en los asuntos de su país y de su tiempo, violenta la entrada de un terreno prohibido.

He aquí lo que se nos repite hasta la saciedad.

Y nosotros respondemos que, puesta la Iglesia por Dios sobre la tierra y no en otro planeta, no podríamos dar nuestra entera dimisión de las cosas de la tierra; respondemos que los destinos temporales de la religión estando vinculado a los de este mundo, nada nos hará nunca aceptar la sentencia de destierro y la carta de emigración que se nos notifica; respondemos, por fin, que mientras no se nos haya eliminado del Padrenuestro, guardaremos el derecho y el deber de apreciar las cosas de nuestro país y de nuestro tiempo en sus relaciones de conveniencia o de oposición con la glorificación del Nombre de Dios sobre la tierra, con el avance de su Reino, con el triunfo de su Ley.

Y añadimos que al colocarse en este punto de vista, el cristiano se pronunciará siempre más firme y más seguro que el hombre del mundo.

Ya que, finalmente, Dios reúne todo en su Iglesia, y dirige todos los acontecimientos en consideración de sus elegidos (Romanos, VIII, 28; II Timoteo, II, 10).

Lejos, pues, de la incapacidad, el hombre perfeccionado por la gracia e instruido por la larga experiencia de la Iglesia, posee un tacto más fino, un sentido más seguro para el discernimiento del bien y del mal (Hebreos, V, 14).

Nadie juzga mejor las cosas según su verdadero valor que el que los pesa en la balanza de la fe y al peso del santuario.

Faltando este regulador, vemos todos los días que los hombres más hábiles y más famosos no están, desgraciadamente, ni a la altura de los destinos de su país, ni a nivel de las necesidades y las dificultades de su tiempo.

Por fin, añaden, hay hechos concretos de los cuales es necesario saber tomar partido; el espíritu moderno no permite ya esperar nunca el triunfo social de los principios cristianos: No hay que chocar contra los imposibles.


¿Imposibles? Pero, se dice demasiado rápidamente.

La Iglesia, que tiene para ella este gran recurso que se llama el tiempo, no acepta esta palabra de un solo golpe.

El divino Salvador pronunció este oráculo: “Lo que es imposible para los hombres, no es imposible para Dios” (San Mateo, XIX, 26); y la Esposa de Jesucristo, durante su carrera de dieciocho siglos, experimentó a menudo la realización de esta palabra.

Sería larga la enumeración de estos cambios súbitos de la opinión, de estas vueltas inesperadas de las cosas, de estas intervenciones manifiestas de la Providencia, que hicieron revivir repentinamente, en la sociedad cristiana, las instituciones y los principios cuyo restablecimiento se había declarado imposible.

En particular, cuando la propia Iglesia se auto interroga hoy y cuando se compara con las cosas de este tiempo, cree sentir en í misma una vitalidad, una fecundidad, una fuerza de extensión y una riqueza de futuro que no percibe en ninguna otra parte.

¿Imposibilidades? ¡Ah! lo que podría crearlas aquí abajo en favor del mal, es esta facilidad de los buenos para creer en ellas y exagerarlas, es esta disposición a dudar de ellos mismos y del valor de sus principios, es esta prontitud a rendir las armas al enemigo de Dios y de la Iglesia; ¿qué digo?, es este apresuramiento a declarar su triunfo, cuando está lejos aún ser definitivo.

Quiero declararlo bien alto: hoy más que nunca, la principal fuerza de los malévolos es la debilidad de los buenos, y el nervio del reino de Satanás entre nosotros es la enervación del cristianismo en los cristianos.

Si me fuese permitido presentar en medio de esta asistencia la persona adorable del Salvador Jesús, le preguntaría: ¿Qué son estas heridas con las que estáis cubierto, y estos golpes que os dañan?: Quid sunt plagæ istæ in medio manuum tuarum?

Su respuesta no sería dudosa. ¡Ah! diría, no es precisamente por la mano de mis enemigos, es en la casa de mis amigos que se me maltrató así: His plagatus sum in domo eorum qui me diligebant (Zacarías, XIII, 6); de mis amigos que no se atrevieron a defenderme, y que se hicieron cómplices de mis adversarios.


No hay que chocar contra los imposibles; decís vosotros. Y yo os respondo que la lucha del cristiano contra lo imposible es una lucha decretada, una lucha necesaria. Porque, ¿qué decís, pues, cada día: “Padre Nuestro que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre, venga a nosotros tu Reino, hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo”. Sicut in coelo y en terra?

Así en la tierra como en el Cielo, pero ¡es imposible!

Sí, es imposible; y es necesario trabajar aquí bajo, cada uno según sus fuerzas, para obtener toda la realización de este imposible que este en nuestro poder.

Una sola generación no hace todo, y la eternidad será el complemento del tiempo.

Nuestros padres, los antiguos Galos, tenían tal fe en la vida futura que los sucedía remitir la conclusión de sus asuntos al otro mundo y prestar dinero recuperable después de la muerte.

Lo que ellos hacían en cuanto paganos, sabed hacerlo vosotros en cuanto cristianos.

Aún un golpe, lo que nosotros comencemos, otros lo seguirán, y el desenlace final lo acabará.

Por ello, Emiliano y sus nanteses chocaron contra el imposible, fallecieron en una lucha con el imposible; pero, después de ellos, otros campeones tomaron la misma causa en mano; y ahí tenéis que el enemigo siempre renaciente, contra quien la cristiandad luchó durante cerca de doce siglos, llega por fin a su agonía.

El mal se produce desde entonces, se producirá hasta el fin bajo mil formas distintas.

Vencerlo enteramente aquí abajo, destruirlo por completo, y establecer sobre sus ruinas el estandarte en adelante inviolable del Nombre, del Reino y de la Ley de Dios, es un triunfo definitivo que no se dará a ninguno de nosotros, pero cada uno de nosotros debe ambicionar con esperanza contra la esperanza misma: Contra spem in spem (Romanos, IV, 18).

Sí, con esperanza contra la esperanza misma. Puesto que quiero decirlo a esos cristianos pusilánimes, esos cristianos que se hacen a esclavos de la popularidad, admiradores del éxito, y a los cuales desconciertan los menores progresos del mal:

¡Ah! aquejados como son, ¡quiera Dios que les sean evitadas las angustias de la última prueba!


Esta prueba, ¿está próxima?, ¿está distante?: nadie lo sabe, y no me atrevo a prever nada a este respecto; ya que comparto la impresión de Bossuet, que decía: “Tiemblo poniendo las manos sobre el futuro” (Explicación del Apocalipsis, c. 20).

Pero lo que es cierto, es que a medida que el mundo se aproxima de su término, los malvados y los seductores tendrán cada vez más la ventaja: Mali autem y seductores proficient in pejus (II Timoteo, III, 13).

No se encontrará casi ya la fe sobre la tierra (San Lucas, XVIII, 8), es decir, casi habrá desaparecido completamente de todas las instituciones terrestres.

Los mismos creyentes apenas se atreverán a hacer una profesión pública y social de sus creencias.

La escisión, la separación, el divorcio de las sociedades con Dios, dad por San Pablo como una señal precursora del final: nisi venerit discessio primum (II Tesalonicenses, I, 3), irán consumándose de día en día.

La Iglesia, sociedad ciertamente siempre visible, se llevada cada vez más a proporciones simplemente individuales y domésticas.

Ella que decía en sus comienzos: “El lugar me es estrecho, hacedme lugar donde pueda vivir” Angustus est mihi locus, fac spatium mihi ut habitem (Isaías, LXXI, 20), se verá disputar el terreno paso a paso; se sitiada, estrechada por todas partes; así como los siglos la hicieron grande, del mismo modo se aplicarán a restringirla.

Finalmente, habrá para la Iglesia de la tierra como una verdadera derrota: “se dará a la Bestia el poder de hacer la guerra a los santos y vencerlos” (Apocalipsis, XIII, 7).

La insolencia del mal llegará a su cima.

Ahora bien, llegados a este extremo de las cosas, en este estado desesperado, sobre este globo librado al triunfo del mal y que será pronto invadido por las llamas (II Pedro, III, 10, 11), ¿qué deberán hacer aún todos los verdaderos cristianos, todas los buenos, todos los santos, todos los hombres de fe y de valor?

Enfrentándose a una imposibilidad más palpable que nunca, con un redoblamiento de energía, y por el ardor de sus rezos, y por la actividad de sus obras, y por la intrepidez de sus luchas, dirán:

¡Oh Dios! ¡Oh nuestro Padre!, que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre así en la tierra como en Cielo; venga a nosotros tu Reino así en la tierra como en el Cielo; hágase tu Voluntad así en la tierra como en el Cielo: Sicut in coelo et in terra.

¡Así en la tierra como en el Cielo! Murmurarán aún estas palabras, y la tierra se ocultará bajo sus pies.

Y como otra vez, tras un horrible desastre, se vio al senado de Roma y todas las instituciones del Estado avanzarse al encuentro del cónsul vencido, y felicitarlo por no haber desesperado de la República (Tito Livio, L. XXII, n. 61); del mismo modo el senado de los Cielos, todos los coros de los Ángeles, todos los órdenes de los bienaventurados, vendrán delante de los generosos atletas que habrán sostenido el combate hasta el final, esperando contra la esperanza misma: Contra spem in spem.


Y entonces, este ideal imposible que todos los elegidos de todos los siglos habían proseguido obstinadamente, se volverá por fin una realidad.

En su segunda y última Venida, el Hijo entregara el Reino de este mundo a Dios su Padre; el poder del mal se habrá evacuado para siempre en el fondo de los abismos (I Corintios, XV, 24); todo el que no haya querido asimilarse, incorporarse a Dios por Jesucristo, por la fe, por el amor, por la observancia de la ley, será relegado en la cloaca de los desperdicios eternos.

Y Dios vivirá, y reinará plena y eternamente, no solamente en la unidad de su naturaleza y la sociedad de las Tres Personas divinas, sino también en la plenitud del Cuerpo Místico de su Hijo encarnado, y en la consumación de sus Santos (Efesios, IV, 12).

Entonces, oh Emiliano, te volveremos a ver, a ti y a tu magnánima falange; y, después de haber trabajado como vosotros aquí abajo en la medida de nuestras fuerzas por la glorificación del Nombre de Dios sobre la tierra, por la venida del Reino de Dios sobre la tierra, por la realización de la Voluntad de Dios sobre la tierra, eternamente liberados del mal, diremos con vosotros el eterno Amén: “Que así sea”.

Tal es la gracia que les deseo a todos, en el Nombre del Padre, y del Hilo y del Espíritu Santo. Amén.

PARA BAJAR EL DISCURSO ENTERO: CLICK AQUÍ

lunes, 30 de noviembre de 2009

Discurso


DISCURSO PARA
LA SOLEMNIDAD DE LA RECEPCIÓN

DE LAS RELIQUIAS DE SAN EMILIANO,
OBISPO DE NANTES


Pronunciado el
8 de noviembre de 1859



Cum oratis, dicite:
Pater sanctificetur nomen tuum;
adveniat regnum tuum.

Cuando recéis, decid:
Padre, santificado sea Tu Nombre,
venga a nosotros Tu Reino (San Lucas, XI: 2).


Nunca el divino fundador del cristianismo ha revelado mejor a la tierra lo que debe ser un cristiano, sino cuando enseñó a sus discípulos la forma en que debían rezar.

En efecto, siendo la oración como la respiración religiosa del alma, es en la fórmula elemental que dio Jesucristo donde es necesario buscar todo el programa y todo el espíritu del cristianismo.

Escuchemos pues la lección textual del Señor.

Recité al comienzo el texto más sucinto de San Lucas. Lo diré ahora según San Mateo, tal como los niños lo balbucean y todos los cristianos lo repiten desde hace casi dos mil de años.

Rogaréis, pues, así, dice Jesucristo: Padre Nuestro, que estás en los cielos, santificado sea Tu Nombre, venga a nosotros Tu Reino, hágase Tu Voluntad así en la tierra como en cielo.

La comprensión de mi tema no exige que añada el resto.

Ya comprendéis a qué altura de pensamientos, sentimientos, deseos, se encuentra inmediatamente puesto el cristiano que se expresa de este modo.

Que sea grande o pequeño, docto o ignorante, sacerdote o laico, que ruegue en público o en privado, eso no importa; el Evangelio supone incluso que está solo en su habitación, la puerta cerrada.

Ahora bien, a penas abre la boca, identificándose con toda la gran familia humana, y lanzándose hacia el Padre común de todos, que está en los cielos, este débil mortal, en el transporte y casi en el delirio de su desinterés, se olvida y se despreocupa de sí mismo, él que necesita de todo, para pensar solamente en el Ser necesario y que no necesita de nada ni de nadie.

Antes que nada, su triple preocupación es la glorificación del Nombre de Dios sobre la tierra, es el establecimiento del Reino de Dios sobre la tierra, es la realización de la Voluntad de Dios sobre la tierra.

Y estas tres aspiraciones, que pueden resumirse en una sola, no están sin orden y sin gradación.

Existen aquí superioridades que sólo tienen la excelencia del nombre y de la prioridad del rango.

Hay otras que adjuntan a la dignidad el poder, pero que no tienen el ejercicio, que reinan y no gobiernan.

Finalmente existen las que reinan y gobiernan; y son los verdaderos reyes, los verdaderos monarcas.

Tal es eminentemente la Realeza suprema de nuestro Dios en los cielos. Allí, Su nombre es honrado por todos; su poder se extiende sobre todos; su voluntad es obedecida por todos.

Aquí en la tierra, no podemos decir nada, si no: Amén, “Así sea"; pero no: Amén, “Que eso sea”; ya que nada se puede añadir, oh Dios mío, a Vuestros derechos esenciales de lo alto.

Al contrario, si bajo mis ojos hacia la tierra, y si se trata de Vuestra Realeza en el desarrollo exterior que el tiempo le aporta, me permites entonces, oh Dios mío, me ordenas incluso que ansíe Tu gloria.

Porque hay aquí nombres que quieren prevalecer contra Tu nombre, hay cetros que piensan elevarse sobre Tu cetro, voluntades que pretenden triunfar sobre Tu voluntad, y, para decirlo todo, aquí abajo Tu reino es controvertido, combatido, obstaculizado.

Tus discípulos, oh Señor Jesús, son los que, entre todas las vicisitudes de este mundo, toman invariablemente partido por la causa divina; ¿qué digo?, son los que se encarnizan en querer una perfección que no se realizará nunca en el tiempo, puesto que aspiran nada menos que a ver a Dios glorificado, servido, obedecido sobre la tierra como lo es en el Cielo: ideal que no se les dará alcanzar enteramente, pero que se les pide procurar, y cuya alcance final demostrará no haber sido un sueño inútil: Sicut in cœlo et in terra.

El cristiano no es, pues, como parece creerlo y como lo afirma todos los días y sobre todos los tonos un determinado mundo contemporáneo, un ser que se aísla en sí mismo, que se secuestra en un oratorio cerrado a todos los ruidos del siglo, y que, satisfecho con la condición de salvar su alma, no se preocupa por los asuntos de aquí abajo.

El cristiano, es todo lo contrario de esto.

El cristiano, es un hombre público y social por excelencia; su nombre lo indica: es católico, lo que significa universal.

Jesucristo, al prescribir la oración dominical, puso orden en aquello que ninguno de los suyos pudo cumplir respecto del primer acto de la religión, que es la oración, sin ponerse en relación, según su grado de inteligencia y según el alcance del horizonte abierto ante él, con todo lo que puede adelantar o retrasar, favorecer o impedir el reino de Dios sobre la tierra.

Y como indudablemente las obras del hombre deben coordinarse con su rezo, no es un digno cristiano de este nombre quien no se emplea activamente, en la medida por sus fuerzas, en obtener este reino temporal de Dios, y a derribar lo que le constituye un obstáculo.

Podría recorrer toda la sucesión de los siglos, y cada uno ellos me ofrecería algún gran modelo que debe proponerse a vuestra imitación.

Pero mi tema está trazado por adelantado.

Estas reliquias sagradas que acaban de ser repatriadas triunfal y providencialmente me ahorran la duda de la elección.

Veamos, pues, cómo en el año de gracia setecientos veinticinco, los valientes nantases, guiados por su obispo, comprendieron y practicaron las primeras palabras del Padrenuestro; e intentaremos concluir de allí lo que debemos ser, lo que nosotros mismos debemos hacer, todos nosotros, fieles, sacerdotes, obispos, so pena de dar el mentís a nuestra oración dominical y a los ejemplos de nuestros padres.



PRIMERA PARTE

El reino de Dios visible sobre la tierra, es el reino de su Hijo encarnado, Jesucristo; y el reino visible del Dios encarnado, es el reino permanente de Su Iglesia. “Dios es conocido en Judea, decía el salmista, y su Nombre es grande en Israel” (Ps. LXXV, 1).

Esta proposición es tanto más verdadera aún cuando se trata de la Iglesia de la Nueva ley.

Allí Dios es conocido; allí su Nombre honrado y glorificado, allí se aclaman sus Derechos, allí se observa su Ley; en una palabra, según la hermosa definición del catecismo de Trento, explicando el principio de la oración dominical, “el reino de Dios y de Cristo, es la Iglesia”: Regnum Christi quod est Ecclesia (Catech. concil. Trid., P. IV, C. XI, n. 23).

Pero, porque la Iglesia de Jesucristo realiza el reino de Dios en el tiempo con una energía inmensa y una eficacia única, a causa de eso está destinada a encontrar sobre su camino obstáculos de toda clase y resistencias formidables.

La razón es que la Iglesia es aquí abajo militante, y no triunfante; está en camino, y no en el término.

Es verdad que se le dijo de reinar ya, pero de reinar en medio de sus enemigos: Dominare in medio inimicorum tuorum (Ps. CIX, 2).

Y su soberanía será compartida, disputada, a veces rechazada, hasta el día en que todos sus enemigos serán puestos bajo sus pies: Oportet autem illum regnare, donec ponat omnes inimicos ejus sub pedibus ejus (I Corinth., XV, 25).

Es en esta lucha que se manifestarán los secretos de los corazones, y que se hará desde ahora el discernimiento de los buenos y de los malos, la división de los valientes y de los flojos, lo que quiere decir la división de los elegidos y de los réprobos, puesto que ni los malévolos ni flojos entrarán en la cielo.

Felices, pues, los hombres que nunca hayan vacilado entre el campo de la verdad y el del error. Felices los que, a partir de la primera señal de la guerra, se hayan alistado bajo el estandarte de Jesucristo.

Ahora bien, en la época que nos ocupa, había aparecido sobre la tierra, desde hacía casi dos siglos, un hijo de Belial, a quien se reservaba tener en suspiro a toda la Cristiandad durante un período de más de mil de años.

El islamismo, “religión monstruosa”, dice Bossuet en su hermoso panegírico de San Pedro Nolasco, “religión que se contradice, que tiene por toda razón su ignorancia, por toda persuasión su violencia y su tiranía, por todo el milagro sus armas”, y añadiré, por todo atractivo sus excitaciones voluptuosas y sus promesas inmorales, el islamismo ya había invadido inmensas regiones.

Que el cisma, que la herejía cayeran bajo sus golpes, era una gran desdicha ciertamente; no obstante es la ley de la historia, y es una disposición acostumbrada de la Providencia que, para castigar a los pueblos perversos, Dios se sirve de otro pueblo más perverso aún; y el islamismo se comprometía en esta misión por mucho tiempo.

Pero hete aquí que la Cristiandad es afectada no solamente en estas razas degeneradas, que descompusieron en ellas el principio de la vida por la alteración del principio de la unidad y la verdad: es Europa en sus partes más vitales, es el corazón incluso de las razas católicas el que está amenazado; es el bulevar de la ortodoxia, es el reino muy cristiano, es Francia, y, detrás de la muralla de Francia, es la metrópolis del cristianismo, es el mundo entero que tendrá que temer lo peor de estos nuevos e implacables bárbaros.

Cruzaron los Pirineos, se pasean por nuestras bellas provincias del mediodía, sacian la sed de su espada en la sangre de nuestros hermanos, avanzan hasta Borgoña; sus rastros son marcados por el fuego y la sangre, pero sobre todo por la profanación y la impiedad.

Todo cede, todo se pliega delante de estas hordas feroces. Ningún brazo se atreve a intentar detenerlos.

Oh Dios, oh Nuestro Padre que estás en los cielos, ¿qué será sobre la tierra Tu Nombre, Tu Reino, Tu Ley? En otras palabras, ¿qué será de tu Iglesia?

Mis Hermanos, había en Nantes, lo que se ve a menudo, un obispo hombre de fe y hombre de valor: el Santo Crisma, al ungir su cabeza y sus manos, no había apagado en sus venas el calor natural de la sangre bretona.

En torno a este obispo nantano había lo que se encontraría incluso hoy, lo que se encontrará siempre, toda una falange caballeresca de leales cristianos y de valerosos guerreros.

Emiliano, es el nombre del obispo, pone en primer lugar a todo su pueblo en oración. Pero pronto se levanta, ya que su misma oración lo impulsa a la acción.

Cuando la patria está en peligro, todo ciudadano es soldado.

Ahora bien, en la hora solemne que acababa de sonar, lo que estaba amenazada era la patria de las almas al mismo tiempo que la de los cuerpos, era el reino de Dios al mismo tiempo que el reino de los Francos.

Y puesto que el terror o la impotencia están por todas partes, puesto que nadie se levanta para salvar la Iglesia y Francia, Emiliano se levantará.

Tal vez me detendréis y me diréis: ¿Cómo? ¿Es un obispo el que va a tomar las armas? ¿Y qué sucede con la disciplina sagrada? Mis Hermanos, no confundamos los tiempos, no juzguemos las necesidades y las costumbres de otra época según nuestro tiempo y nuestras costumbres.

Las necesidades sociales de entonces no implicaban sobre este punto toda la sabia precisión de la disciplina posterior. Y, por otra parte, hay casos extremos en los cuales las normas disciplinarias desvanecen ante la ley divina; ¿qué digo? hay casos, incluso vulgares, Jesucristo me es garante, en los cuales la ley divina se borra ante el derecho de la naturaleza.

¿“Quién ustedes, decía al divino Maestro, si el buey o el asno de su prójimo viene a caer en un pozo, no lo extraerá inmediatamente, incluso en día de sábado?” (Luc. XIV, 5). Ahora bien, cuando una ley fundamental como la del sábado cede ante una causa semejante, ¿qué diréis cuando se trata, no solamente de salvar la vida de una hija de Abraham, sino de prestar ayuda, en un peligro extremo, a la madre común de todos los hombres, a la Esposa de Cristo, a la Iglesia de Dios?

Pero caigo en el error al hacer hincapié en estas explicaciones inútiles.

Indudablemente el pontífice Emiliano no pensó en justificar su acción por medio de estos razonamientos. Tomando consejo de su sensatez, como de su fe y de su valor, y sabiendo a qué pueblo se dirigía, arengó de este modo a su rebaño: “Oh todos vosotros, hombres fuertes en la guerra, más fuertes aún en la fe: Homines fortes in bello, in fide autem fortiores, armad vuestras manos con el escudo de la fe, vuestras frentes con la señal de la cruz, vuestra cabeza con el casco de salvación, y cubrid vuestro pecho con la coraza del Señor. Luego, una vez revestidos de esta armadura religiosa, oh soldados de Cristo, tomad vuestras mejores armas de guerra, vuestras armas de hierro mejor forjadas, mejor templadas, para derribar y machacar a estos perros furiosos. Podremos sucumbir en la lucha; pero es el caso de decir, con Judas Macabeo: «Es mejor morir que ver el desastre de nuestra patria y soportar la profanación de las cosas santas y el oprobio de la ley que nos ha dado la majestad divina»”.

Por el estremecimiento que estas palabras, fríamente repetidas, acaban de producir en vosotros, juzgad el efecto que produjeron en vuestros padres del siglo octavo.

Emiliano era su compatriota por la sangre al mismo tiempo que su padre por la gracia; tenía un digno y majestuoso porte, un rostro a la vez austero y agradable, una palabra firme y con todo simpática, un corazón compasivo.

Transportados fuera de sí por este discurso lacónico, verdadero modelo de arenga militar y sacerdotal, respondieron unánimemente por este grito, que será siempre instintivo en el corazón y sobre los labios de los nanteanos cuando escuchen un llamamiento de su obispo: “Señor venerado y buen Pastor, ordene, mande, y, por todas partes donde usted vaya, le seguiremos”: Domine venerande et bone pastor, jube, impera, et quocumque ieris, ti sequemur.

Emiliano no pierde un instante; ve en este impulso la expresión de la voluntad divina, fija el día de la salida. Nadie falta a la consigna. A los ciudadanos de la provincia se agregaron los extranjeros venidos de lejos.

Aparejados de sus armas agresivas y defensivas, llegaron piadosamente a arrodillarse en la iglesia de Nantes. Allí, un admirable espectáculo comienza: es en verdad el preludio de nuestras más santas cruzadas, el principio de las más espléndidas guerras cristianas.

Emiliano no era de esos pontífices belicosos, como se vio entonces algunos, que debajo del hábito clerical sólo llevaban un alma laica y secular.

Sobre todo, Emiliano es obispo; quiere que la expedición tenga un carácter exclusivamente religioso. Se reviste, pues, de los ornamentos sagrados, y celebra los santos misterios, durante los cuales va a bendecir y a continuación dar la Comunión a todos sus compañeros de armas.

No falta nada a esta imponente solemnidad; incluso no se omitió la homilía, y creo oír resonar a mis oídos estos acentos del pontífice:

“Hijos míos, Filioli, instruídos por los preceptos saludables del Señor y formados en una escuela divina: Proeceptis salutaribus moniti et divina institutione formati, vosotros y yo nos atrevemos a decir cada día: «Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea Tu Nombre, venga a nosotros Tu Reino, hágase Tu voluntad así en la tierra como en el Cielo». Hijos, ha llegado la ocasión de traducir en nuestros actos estas grandes palabras que Jesucristo nos ha enseñado. Agradezcamos a Dios, a nuestro Creador y Benefactor, que, por su bondad, nos reunió en tan gran número y que visiblemente consolidó nuestros corazones por su gracia. Roguemos devotamente para que haga verdaderamente de nosotros soldados de Su Nombre, soldados de Su Reino, soldados de Su Ley y de Su causa: Devote ipsum deprecemur, ut voluntatem suam adimplere valeamus in salutem”.

Tras tales palabras, no quedaba otra cosa que partir. La santa falange se pone en marcha. Ni las lágrimas de los adioses, ni ninguna de las consideraciones y los afectos terrenales los detienen. Tienen la esperanza para antorcha, los Sacramentos por comida y su Obispo como jefe. Marchan día y noche, hasta que llegan a Borgoña y se encuentran en frente del enemigo.

El acontecimiento mostró cuanto valía para ellos la experiencia militar de su jefe. Tres primeras batallas, llevadas a cabo con habilidad y sostenidas con valor, fueron coronadas por otras tantas brillantes victorias.

Saint-Forgeot, Saint-Pierre-l'Étrier, Creuse-d’Auzy vieron sus campos regados por la sangre de los infieles.

El triunfo parecía fijarse en las filas de los cristianos, cuando pronto, tras un cuarto hecho de armas, un nuevo y más formidable ejército de sarracenos vino a sorprenderlos de improvisto. El pontífice hace sonar la trompeta, reúne sus soldados, los anima una última vez por su palabra inspirada.

Pero, mientras que habla, él mismo se ve envuelto por los batallones de infieles; hace, hasta los últimos momentos, prodigios de valentía. Abrumado por el número, acribillado por cientos golpes de espadas y lanzas, rodeado de muertos y moribundos, exhorta aún a los suyos: “Oh generosos soldados, sed constantes en vuestra fe y en vuestro valor; retomad fuerzas y aliento contra esto crueles paganos… Hijos, sois soldados, no de hombres, sino de Dios. Combatís por vuestra verdadera Madre, la santa Iglesia, cuya voz clama venganza a Dios por la sangre de sus santos. Allá arriba, con Cristo, una mejor suerte nos espera; allá está nuestra victoria, allá nuestra recompensa”.

Estas últimas palabras fueron también el último suspiro del guerrero; su alma, recibida por las manos de los Ángeles, es introducida en las alegrías eternas.

Me preguntaréis, mis Hermanos, si la historia de vuestro Pontífice se termina allí, y si será todo el resultado de su expedición.

No, ni la historia ni la expedición de vuestro Pontífice se terminan con su derrota y su muerte. Su historia, incluso aquí bajo, sigue siempre desde hace once siglos. La mano de Dios, año tras año, agrega nuevas páginas por algún nuevo prodigio operado sobre su tumba. Su nombre, sus hazañas permanecen populares sobre el suelo donde sucumbió; sus despojos son rodeados con amor y con veneración, y Borgoña, agradecida, no ha dejado de renovar todos los años su fiesta y su panegírico.

Finalmente, vuestra misma ciudad, después de uno esos largos y misteriosos olvidos que Dios permite, digamos mejor, de los cuales El se sirve para proporcionar a sus santos un triunfo más inesperado y como una verdadera resurrección terrestre, vuestra ciudad acaba de celebrar el regreso solemne de Emiliano en sus muros, con tantas y mayores demostraciones que no podría desplegar para la recepción de ninguna majestad de la tierra.

Ilustres hagiográficos, que reunís con una perseverancia de erudición desde hace ya más de dos siglos todos los monumentos de la vida y la historia de los héroes del cristianismo, insertad en vuestros eruditos archivos las maravillas de las que venimos de ser testigos.

La ciudad de Nantes os ha preparado, durante estos tres días, relatos cuyo interés no cederá ante ninguno de los que la santa antigüedad nos ha legado.

Lo veis, pues, mis Hermanos, la historia de vuestro Obispo guerrero no terminó con su muerte.

En cuanto a su expedición, lejos de haber terminado con él, es mucho más verdadero decir que solamente ha comenzado.

El feroz enemigo de la Cristiandad, a quien la Bretaña católica asestó los primeros golpes y sobre quien obtuvo los primeros triunfos, solamente siete años más tarde sería molido en los campos de Poitiers, de tal modo que no reaparecerá más sobre el suelo de Francia.


Y porque está escrito que estas dos generosas provincias, Bretaña y Poitou, deben siempre darse la mano en los grandes combates de la religión y el derecho, otro obispo de Nantes, sucesor de Emiliano, figurará en la batalla junto a Charles Martel. Un de vuestros precursores, Monseñor, padeció; era justo que otro fuera puesto en honor.

Pero no es suficiente. El sarraceno, expulsado de nuestras orillas, ejerce en otra parte sus crueldades y sus impiedades. No es ya solamente de nuestro suelo que es necesario alejarlo, es en su propio imperio que será necesario en adelante perseguirlo.

El Oriente, Jerusalén, los Santos Lugares, nos convocan para su defensa. Un papa francés, Silvestre II, da en nombre de la Ciudad Santa, el primer grito de desamparo; otro papa francés, Urbano II, lanza el primer grito de guerra.

Los acentos generosos de estos dos pontífices conmueven el mundo, y sus discursos vuelan de boca en boca.

Debo decirlo, con todo, mis Hermanos: cuando acerco estos acentos y estos discursos de los que se desprendieron de labios de vuestro Emiliano, reconozco que no son sino el eco repetido de más arriba y propagado de más lejos.

Sí, y si alguien tuviera la idea de asombrarse de todo lo que Nantes ha hecho desde hace tres días, yo respondería que Nantes no podía hacer demasiado, puesto que es una de las más hermosas, una de las más grandes páginas de su historia que acaba de revelársele y entregársele.

Las cruzadas, estas guerras cristianas que serán el eterno honor de Francia, no son sino un más amplio desarrollo de la expedición de vuestros padres.

Y después que el noble ardor de las cruzadas se haya apagado en el alma de los príncipes y reyes, la llama sagrada que anima aún el celo de los Papas, el celo de los caballeros cristianos y de monjes soldados, es esta noble pasión la que vuestro obispo soldado ha bien denominado el amor de la fe y de la santa cristiandad: Pro amore fidei et sanctæ christianitatis.

¡No!, ¡no!, audaz pontífice, vuestra empresa militar no terminó con vuestra muerte. La obra de la cual fuisteis el iniciador y el primer motor, han ido necesarios mil años y mucha de nuestra sangre y de nuestro oro, mil de años y muchos combates heroicos, para conducirla a su término definitivo.

Por eso no me asombro de que, salido de Nantes en el siglo VIII, regreséis solamente en este siglo XIX.

¿Se me permitirá decirlo así, mis Hermanos? Incluso después de su muerte, vuestro Pontífice había conservado todo el orgullo, o, si lo prefieren, toda la santa obstinación de la raza bretona, y parece que él había jurado no volver a su domicilio sino después de concluida la expedición y la serie de batallas terminada.

Venid, noble Pastor, venid a descansarse por fin en vuestra provincia bienamada, en medio de vuestro antiguo pueblo. Vuestro enemigo está vencido. Os enfrentasteis contra un coloso; no es ya más que un fantasma. Y si este fantasma está aún de pie, es porque el deplorable estado de Europa pide que su caída no sea precipitada, y que un resto de vida artificial le sea mantenido, por temor de que su sucesión no pase a otros adversarios, hoy más potentes y más temibles de la santa Iglesia de Dios.

No os escandalicéis demasiado, pues, Emiliano, si percibís en esta asistencia a varios descendientes de vuestros antiguos compañeros de armas, no hace mucho reclutados para la defensa de esos mismos infieles que combatisteis sin cuartel. Seguramente, esta anomalía denuncia en las naciones modernas inmensos temas de tristeza.

Sin embargo, os lo quiero: vuestros sobrinos pudieron aún batirse lealmente, cristianamente; y el mismo sentimiento de fe que armó vuestro brazo, animaba también su corazón.

Las vicisitudes de la tierra producen estos incidentes extraños y estas vueltas singulares de las cosas. Sería demasiado cruel, en efecto, que la herencia de Mahoma se convirtiera en la presa de esas razas pérfidas que han abandonado nuestros valientes en la hora de la acción, y cuya traición tiene tantas veces retrasado nuestros éxitos.

Dejemos, pues, a la Providencia emplear sus misteriosos designios que deben galvanizar durante algún tiempo aún este cadáver deficiente, hasta el día en que nuestro Occidente cristiano, más unido en la verdadera fe, podrá recoger un despojo comprado a tan alto precio, que no puede y no debe volver sino a él.

Pero me doy cuenta, mis Hermanos, que toco las cuestiones candentes de nuestro tiempo. Evitemos de marchar sobre esos carbones ardientes y, sin embargo, intentemos permanecer los hijos de nuestros padres y de saber combatir como ellos por el Nombre, por el Reino y por la Ley de Dios.

Éste será el objeto de una segunda reflexión.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Presentación


EL CARDENAL PIE

La enseñanza del Cardenal Pie como apóstol de la autoridad y de la unidad en la Iglesia, como partidario de la Cátedra de San Pedro y de la soberanía pontifical, como adversario clarividente del galicanismo y el liberalismo, es la parte más famosa de su obra, porque tuvo como consecuencia crear, entre el obispo de Poitiers y el Gobierno de Napoleón III, un conflicto prolongado, que el obispo no había buscado, pero que sostuvo con una majestuosa grandeza.

El Cardenal Pie supo dar testimonio de la causa de la Esposa inmortal de Jesucristo, protestando contra la expoliación de la cual era víctima el Papa-Rey, exponiendo los principios inmutables de la constitución jerárquica y divina de la Iglesia, y manteniendo la fórmula clara y plenaria del derecho católico en la candente cuestión de las relaciones mutuas entre el poder religioso y la potestad secular.